lunes, 19 de diciembre de 2011

Mírame... diferénciate

    Como ya dije en mi presentación, por suerte o por desgracia, me ha tocado dejar el cómodo palco de la plaza (lugar privilegiado desde el que los médicos generalmente observamos la lucha entre paciente y enfermedad), y saltar al ruedo a defenderme como buenamente he podido. ¡Qué diferente se ve todo desde ahí abajo! Vaya por delante que mi toro no era como el de Manolete, se podría decir que era una vaquilla, algo resabiada, pero de vaquilla no pasaba aunque eso no quita que a mi me impusiera bastante.
    Para poder ejercer la medicina, hay que emplear en el mejor de los casos, seis años de carrera, un año preparándonos el MIR y una vez que se aprueba y se elige plaza, cuatro o cinco años más como residente para formarte en una especialidad. Como en casi todas las profesiones, hay mucha competitividad y en momentos de crisis como el que estamos viviendo ésta se agudiza. La mayoría de los médicos nos esforzamos por estar al día en los últimos avances terapéuticos, sabernos de memoria el medimecum, asistir a congresos donde poder pavonearnos con comunicaciones de todo tipo en relación a nuestra especialidad, algunas absurdas, y por supuesto, intentar hacer de vez en cuando alguna publicación en una revista de prestigio... todo para poder adornar, cual árbol de navidad, un currículum que ocupe nuestras estanterías y sea espejo dudoso de nuestra valía profesional y por supuesto de nuestro ego. Lo que asombrosamente no está en el programa de estudios de la carrera y mucho menos de ninguna especialidad es el conseguir que seamos conscientes de la responsabilidad moral que conlleva nuestra profesión. Una muy buena amiga, oncóloga en potencia, me comentó una vez, que se había parado a analizar que los pacientes observaban todos y cada uno de sus gestos en la consulta, y que tenía que cuidar mucho las palabras que decía y cómo las pronunciaba porque en muchos casos desgraciadamente serían las más importantes que escucharían en toda su vida. Esos personas, a las que se le comunica una enfermedad grave, siempre recordarán esa frase, quién la dijo, cómo la expresó y lo más importante, las consecuencias emocionales que siguieron a continuación.
    ¿Cuántos profesionales de los que ocupamos actualmente nuestras consultas y nuestros hospitales tenemos en cuenta esto? El centrarnos en la patología, intentar hacer diagnósticos certeros y por ende, administrar el tratamiento adecuado, todo ello bajo una presión física y mental (que por supuesto existe, y da para varias entradas...) nos hace olvidarnos de lo más importante, el vehículo de la enfermedad: una persona aterrada sobre su silla, o su cama, que lleva tiempo esperando impaciente el encuentro con su médico, (porque a todos, lo reconozcamos o no, nos impone una vaquilla). En la mayoría de los casos un paciente no precisa un despliegue de todos nuestros conocimientos. Es curioso cómo una simple mirada de complicidad es suficiente para hacerlos sentir que están en buenas manos.


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