viernes, 27 de junio de 2014

Olor a verano

   
    Y aunque ya no volverán, todos los veranos siguen oliendo igual. Huelen a los campos de trigo y amapolas de ese lugar perdido.  A la fuente de agua que había que bombear con una palanca de hierro. A las noches de búsqueda de chapas de Fanta y Cocacola en el bar de esa plaza. A mi miedo a las langostas y a las lagartijas.
    A un pato amarillo que falleció en acto de servicio porque lo lavé con agua y jabón, lo peiné y le eché colonia (siempre he sido así...). A la furgoneta de Pepe que nos llevaba detrás a todos los niños de pie y frenaba a traición para que nos cayésemos al suelo. A los tejados que saltaba con mi primo Pancho. Y a la pólvora de los petardos que él ponía a las gallinas de la vecina mientras yo vigilaba. A la señora Natalia. A su casa de techo bajo que siempre me pareció de juguete. Y a su vaca. Y a las dos lecheras que me llenaba para mi abuela y que jamás llegaban llenas a casa. Al almacén de la tienda de mi tío Antonio. A sus animales, que me ensañaba con orgullo mi primo Tony. A los pavos de mi primo Luis de los que aprendí a defenderme con una vara. A su cumpleaños con bizcochos y chocolate caliente que preparaba mi tía María Luisa.
    Huelen al pollo con pimiento de mi abuela Piedad y a sus croquetas crudas ordenadas en bandejas. A sus flores de miel. A sus abrazos. A su bata blanca y rosa y a su alfiler en la solapa. A las noches calurosas en las que mi abuelo Bernardino se sentaba en su butaca de flores a la intemperie. A su palillo en la boca y a su colonia "Varón Dandi". A su pelo negro peinado impecablemente hacia atrás. A las monedas de cinco duros que me daba a espaldas de mi madre. A sus chocolates escondidos en un cajón de su armario. A la despensa de su cocina donde encontraba diez mil tesoros. Y a mi abuelo Félix, con su boina y su garrote cerca, peleando con su "temblina" para conseguir cortar en perfectos dados las "pelauras" de la fruta para sus gallinas.  A ese cuchillo gastado y oxidado que utilizaba. A la parra de su corral.  A los gatos del pueblo que acudían desde cualquier tejado a comer a sus pies. Al salchichón blanco de Revilla y las magdalenas en forma de barco que mi abuela Plácida me tenía siempre guardados. A sus manos tersas y frías perfectas para hacer quesos. A su imborrable sonrisa. A las largas conversaciones con ellos mientras menguaba una bolsa de "patatas HH" y a la tinaja de agua con una tapa verde de donde bebían con una taza de lata vieja. A la palangana blanca con altramuces y sal. 
    Huelen a mi primer amor. Y a mi primer desamor. A las estrellas que observábamos en pandilla tumbados en la carretera, agudizando el oído para adivinar el motor de un coche a lo lejos. A las tardes que pasábamos a la sombra de una higuera. Al suelo de chinos de "El Molino Rojo". A las escapadas para bañarnos en el canal. Al pantano.
    Mis veranos huelen a esos campos de trigo y amapolas.